El inicio del cuento 

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por | 08/04/2025 - 4:58 AM | Sin categoría

El inicio del cuento 

Nací en los años 70, cuando las computadoras comenzaban a ser personales, pero mi vida transcurrió cerca y lejos de ellas, en México, alejado de Estados Unidos, el epicentro de la revolución tecnológica, pero acercándome a esa realidad gracias al comercio ilegal que se practicaba en aquellos tiempos.

        

Cuando llegué a este mundo, en mi escuela no había una sola computadora, al menos ninguna que yo recordara. Los salones de clase carecían de pantallas; escribía en cuadernos, trazaba líneas con la regla y podía sentir el olor del papel, de la mochila y el sonido de los lápices crujir. El maestro era una sola persona que intentaba educar y dominar a cincuenta niños durante seis horas, con un descanso de media hora, que era el momento en que convivíamos entre nosotros.

En una de esas clases, cuando tenía diez años, el maestro Erasmo Rangel Dorantes, quien era el verdugo de aquella época, nos asignó la tarea de escribir un cuento de una hoja. No recuerdo a ciencia cierta ninguna otra instrucción, solo atesoro en mi memoria la imagen y el sentimiento de haber conocido algo grande, de haber participado en un experimento que me dejó satisfecho. Fue un rito de iniciación, un velo que se cayó, un acercamiento a otro reino, una experiencia que me permitió, con mi mente, explorar un mundo donde las piedras hablaban. Lo único que recuerdo es que el tiempo se detuvo.

 

No regresé a ese juego. Nadie me dijo desde temprana edad que debía hacerlo de nuevo. Lo que sí hacía en ese momento era devorar libros y videojuegos; en todos ellos había historias. En «Tom Sawyer» me veía como un niño travieso; en «Ivanhoe,» como un caballero. Otros que captaron mucho mi interés eran una colección llamada «Crea tu propia aventura,» donde yo era el protagonista de la historia y tomaba decisiones: si quería tomar un globo, debía ir a la página diez; si deseaba ir en bicicleta, debía ir a la página treinta. En algunas ocasiones moría; en otras, la historia continuaba hacia tierras y aventuras insospechadas.

Cuando no estaba leyendo, estaba en la calle jugando, contando historias o haciendo lo que llamábamos travesuras, situaciones prohibidas que me hacían reír, como romper botellas, reventar petardos, lanzar terrones de tierra desde los balcones hacia los automóviles o aguar a los transeúntes, tocar timbres y salir corriendo, crear guerras de globos de agua, tomates o papeles con mis amigos, o jugar videojuegos.

 

Los videojuegos fueron mi primer contacto con un mundo interactivo. En la pantalla, tomaba la forma de personajes pixelados, a veces solo de un puntito, o de un coche de carreras, recorriendo aventuras en «Jungle Hunt», luchando contra dragones en «Adventure», o compitiendo en «Enduro». Podía ser el héroe de «Los cazadores del arca perdida», ser un bandolero en «Outlaw», jugar en el circo con «Circus Atari», salvar al planeta de una guerra nuclear en «Missiles Command», pilotar una nave destruyendo meteoritos, volar aves en «Joust», o simplemente jugar con un compañero en la misma pantalla en «Mario Bros». Creo que ese fue el primer juego en el que dos jugadores podían compartir una aventura en la misma pantalla durante mucho tiempo. Era un juego infinito, sencillo y, hasta la fecha, sigue siendo el emblema de los videojuegos más antiguos que recuerdo.

Las calles, los libros y los videojuegos fueron los inicios de mi historia. En algunos leía o veía una historia; en otros, la protagonizaba tomando decisiones en las páginas o en la pantalla. Sin embargo, las historias que más me gustaban eran aquellas que vivía en la calle; eran las más reales, mientras que las demás eran solo sustitutos.

Los aparatos electrónicos interactivos se multiplicaron. El primer instrumento que llegó a mis manos para escuchar música fue la radio, que mi abuela me ponía para callarme, y dicen que fue allí donde comencé a hablar. Años más tarde, mi padre compró una grabadora de casete; fue la primera vez que pude grabar mi voz y reproducirla. Sentí una magia creativa, no sé si igual de intensa que cuando se me dio el poder de crear un cuento en lahoja escrita. Años después, conocí las cámaras fotográficas y de video; me llamaron la atención, pero nunca fueron una gran parte de mi juego, pues eran lentas, costosas y requerían muchos procesos. En cambio, los cuadernos y las grabadoras estaban siempre a mi disposición, dondequiera que fuera.

Días, meses o incluso años más tarde, vi por primera vez una computadora en un supermercado. Recuerdo cómo me intrigaba ver la pantalla y el teclado. Era una Commodore 16, y en ese momento no hacía nada; solo había un cursor cuadrado en la pantalla. Decían que podías hacer maravillas con ella: crear programas, videojuegos. Era un misterio que me fascinaba. Deseaba jugar con ella, y creía que si metía un texto o una fórmula correcta, accedería a un nivel de creación nuevo. Para mí, era una especie de juguete, arma, instrumento, laboratorio, cuaderno; se veía viva, como esta pantalla en la que estoy escribiendo ahora. Había un cursor, como el de hoy, que parecía respirar, pulsando y llevándome a otro espacio, prometiéndome la posibilidad de crear algo nuevo.

Treinta años después, sigo en este experimento, buscando qué crear en él, ya sea un cuento, una novela, un poema, un ensayo o seguir con este juego didáctico. Sigo perdido, buscando qué tipo de creador soy. Me doy cuenta de que soy multimedia; nací con una pluma, un teclado, una pantalla y la promesa de que, a través de ello, podría encontrar y crear realidades alternas. Pero aún mejor, puedo recrear y analizar las terrenas, esas batallas épicas que se libran en mi corazón, en mi conciencia y en mis viajes alrededor del planeta.

Siento que mi género está en medio de todo esto. Sé que soy multimedia; tengo millones de caracteres, miles de fotografías, muchos audios, pero, sobre todo, tengo las ganas de transformarlos, principalmente en audio, porque lo más humano que podemos hacer es contarnos unos a otros un cuento. La mejor manera es en vivo; la segunda, a través de un audio o un video donde se vea cómo lo cuento, junto a imágenes de lo que vi en el proceso, de los mundos que atestigué y de los que, tal vez, tú también fuiste parte, como de aquellos años ochenta, de esa magia de ver por primera vez las pantallas, los salones de videojuegos, sintiéndonos como Tron al ingresar en la pantalla.

 

Esta es nuestra historia. Yo soy el héroe que todos estamos siguiendo, un hombre que dejó el teclado y se convirtió en un programa, en un personaje de un videojuego que vive realidades multimedia y se pierde en ellas. Más tarde vino Matrix y no podemos dejar de reflejarnos en ella; estamos viviendo a través de las pantallas. Cada vez que lo pienso, me dan ganas de romperlas y salir a la calle a vivir experiencias, y lo he hecho, lo hago. Pero también hay un placer infinito en recordarlo, transmitirlo y analizarlo. Ese es el poder de las historias y del cuento que atraviesan la distancia y el tiempo, llevándonos dentro y fuera de nosotros y del universo.

 

 

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